¿Y si Dios hubiese sido una mujer?
Estando en Palma de Mallorca, más concretamente en Puerto de Alcudia trabajando como camarera
de comedor en el hotel " Playa Esperanza", en Playa de Muro, una persona muy especial para mí, un
amigo de Rosario de Santa Fé(Argentina), me dejó un CD de Gelman y Galeano, famosos escritores
argentinos. Recitaban aquello que ellos mismos escribían y escuchándolos me acordé de una vecina
mía de Arcos de la Frontera. La frase era: ¿qué hubiera ocurrido si Dios hubiese sido una mujer?.
¿Qué tiene que ver Dios con mi vecina o mi vecina con Dios? Antes de escuchar a Gelman y Galeano
ya había comparado a esta vecina con Jesucristo decenas de veces. Se llamaba Carmen y tenía un
leve retraso mental. La recuerdo siempre con pelo corto y muy áspero, no por naturaleza sino por la
suciedad que iba ahorrando día tras día. Su ropa era vieja, la cara estaba visiblemente cicatrizada y
siempre estaba muerta de hambre y de cariño. Su familia, más que rara es también disminuida men-
talmente o disminuida en bondad de cariño hacia Carmen. Siempre pensé que Carmen era como Dios,
como Jesucristo. Vivió en la azotea de la casa de sus padres. Sí, vivía allí como un perro. Hiciese frío
o calor, lloviese o venteara, siempre estaba en la azotea sentada en un banquito, en la esquina izquier-
da. Dormía en un colchón bastante descuidado en el suelo, con una manta y si alguna noche alguien
se compadecía de ella le dejaban dormir en una cama sin colchón, sobre los muelles, dentro de la casa.
Hasta ahora, a lo mejor no se parece mucho a Jesucristo pero todavía queda mucha historia. Cada
vez que alguna vecina pasaba por la casa, Carmen se asomaba por la azotea y le decía;
-¡fulana.....dame un poquito de café!-.
Como si se tratara de una orden, pero a la vez te hacía sentir que te lo estaba suplicando a gritos.
Mi madre se metía por un callejón y le tiraba por una de las paredes laterales de la azotea, dulces o
bocadillos. Carmen era el hambre en pie, una pena en pie, pero cuando la comparé irremediablemente
con Jesucristo fue cuando un día le vi las piernas sangrándole. Le corría sangre desde su miembro has-
ta los talones. ¡Qué horror Dios! Pero peor me sentí aquel día en que vi como la madre la tenía atada por
las muñecas a la pared de aquella maldita azotea. Su madre se llama María Jesús. Qué contradicción, ¿no?
¿Cómo alguien con tanta crueldad puede tener ese nombre?, el nombre de la que concibió a Jesucristo y el
nombre del propio Jesuscristo. Con un cinturón le azotaba la cara, los pechos, los muslos, toda la carne que
alcanzase "acariciar" ese puto cinturón. Su cara y su cuerpo entero estaba marcado con cicatrices de tantas
palizas mal dadas, mal merecidas, porque siempre fueron dadas sin motivo alguno. Era como Jesucristo
crucificado, sólo que Carmen, gracias a Dios, no tuvo al lado suya, escupiéndole a la cara, a los dos ladrones
que fueron también crucificados,...pero sí que en otras ocasiones sus propias hermanas le escupieron, quizás
intentando desahogar en ella cierta ira. Y por si fuera poco, Carmen nunca salía de casa, la madre sólo la
sacaba a la calle un día al año, en Semana Santa, el Viernes Santo, justamente el día de la Resurrección de
Jesucristo.....casualidad de sus vidas. Ese día era el que Carmen salía, resucitaba de esa muerte en vida en la
que vivía. Aparte de ese exclusivo día, Carmen se pasaba su vida en la azotea, o detrás de la puerta de esa
penosa cárcel, sentada en un banquete sin que nadie pudiese verla, y cuando asomaba la cabeza tras la puerta,
su cara era monstruosa. Sin embargo, ella quería mucho a su madre; la que le pegaba, le azotaba, le arañaba y
le escupía. La quería más que a nada y a nadie en el mundo.
¿Y si Dios o Jesucristo hubiese sido una mujer?, ¿y si Carmen lo hubiese sido?.
Ella murió.....¿de pena, de soledad, de dolor?....Todo el vecindario llamó a Sanidad para que viese en qué estado
tenía la familia a Carmen. Fue llevada a un centro donde la cuidaban, donde le daban una vida mejor que la que
hasta entonces había vivido, pero murió allí. Las últimas noticias que tuvimos antes de su muerte por un infarto
al corazón, fueron que vivía en una gran tristeza desde que se la llevaron a aquel centro y es que Carmen se
acostumbró a vivir de la manera en la que su familia le enseñó. Hasta el dolor se toma por costumbre y puede,
incluso, echarse de menos cuando no se tiene. Hasta este se nos hace necesario, a veces, cuando viene de las
manos a las que queremos.
(10 de febrero de 2002)